Colocamos la comida del picnic en el suelo, sobre una manta que la protegía de la hierba y de todo bichito que por allí rondase. Nos sentamos en el suelo y empezamos a comer. Estuvimos hablando durante todo el almuerzo. Conversamos sobre nuestras experiencias durante esos cuatro años de noviazgo, compartimos nuestros pensamientos, nuestras ideas. Entre él y yo no había ningún secreto porque entre los dos éramos uno.
De repente, al terminar el postre, se quedó mirándome. Sentía sus brillantes ojos azules clavados en los míos e intentaba esconder sin éxito una sonrisa que luchaba por salir sobre su rostro. Entonces le pregunté extrañada pero con una cierta felicidad inexplicable en mi interior qué le pasaba.
- Verás, yo… -comenzó a contestarme pero empezó a balbucear sin lograr articular una palabra en claro.
- ¿Qué te pasa? –pregunté sonriéndole para intentar transmitirle un poco de confianza.
- Pues es que yo… querría saber si tú… -se aclaró la garganta y continuó- ¿te quieres casar conmigo?
El corazón me dio un vuelco al escuchar esas palabras. Es lo que había estado esperando desde hacía mucho tiempo.
- ¡¡Sí!! –le contesté entusiasmada.
Estaba emocionada. Había estado esperando ese momento desde el instante en que lo conocí y justo esa mañana, en medio de un bosque primaveral, el hombre que más quería en el mundo se me había declarado. Nos quedamos mirando mientras mi corazón latía a una velocidad que parecía que quería escapar de mi pecho. Y entonces forjamos nuestro amor con un beso. Un beso que, deteniendo el tiempo, juró que aquello sería para siempre.
Y sigue siendo para siempre porque, aún hoy, cuando recuerdo ese mágico momento, el corazón me da un vuelco y saltan las chispas de un amor que nunca se apaga. Un amor infinito. Un amor que cruza las fronteras del espacio. Un amor para siempre.
María del Mar Suanes Sebastián
4ºA